“Tienes dinero, tienes una cámara grande”.

Myanmar. Cientos de viajeros que lo visitan, lo venden como “el país más auténtico del sudeste asiático", habitado de gente amable, lugares inexplorados, turismo en auge, un 9% de crecimiento anual. Sí, la dictadura militar “dejó” el poder en manos de la oposición tras medio siglo de hermetismo mundial, presionados por la Revolución Azafrán, el Huracán Nargis y la el gran motor de pensamiento del siglo XXI: internet. Ese motor que tanto ha cambiado el mundo, para bien o para mal.

Los hombres usan longyi, una falda que se ata a la cintura con un simple nudo. Refresca las bolas, supongo. Las mujeres se pintan la cara con thanaka, una pasta tradicional para protegerse del sol que no tiene efecto alguno. Los jóvenes juegan en las calles ese fútbol propio llamado chinlone y los niños son bañados desnudos en medio de la calle. La república antes llamada Birmania -cual Prince geopolítico- pinta una imagen de melancolía reforzada con el padecimiento de su pueblo, sumido en la pobreza, y los aprietos de la oposición que durante años aguantaron como roca en su silencio.

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Es justamente esta atmósfera la que atrae al turismo internacional ávido por territorios vírgenes ante la sobreexplotación de sitios como la vecina Tailandia, con más de 29 millones de turistas al año. “India para hipsters”, le dije un español que me topé en Bagan, antigua capital del reino, enclavada en una curva del río Ayeyarwady. Bagan era mi destino principal en mi viaje, sus ruinas están en un territorio tan basto y grande, que explorarlo topa la intimidad: es irónico que en los lugares más extensos, es donde la intimidad cobra fuerza. En este paisaje agónico, unas 3000 pagodas y templos se dispersan por el horizonte, regalando atardeceres y amaneceres que nunca, nunca desencantan.

Bagan es, de lejos, la joya del país. Su gente lo sabe. No por eso es extraño que aquí, los locales tengan buen conocimiento de inglés e intercambien palabras con turistas todos los días. Sus pobladores saben y se han adaptado al turismo: existen familias o adolescentes que entablan fáciles conversaciones contigo. Un campesino me condujo a un monasterio de hace 800 años a ver el atardecer con él, mientras me contaba historias de sus abuelos y me mostraba reliquias arqueológicas del viejo Bagan. Una pareja de jovencitas nos pasearon por varios templos sin pedir nada a cambio y una mujer que vendía camisetas, terminó siendo la dueña de dos de las mías después de ver que las necesitaba más que yo.

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“Entrar” a Bagan cuesta 25 USD. Supongo que es normal al considerarse como un sitio con tanta relevancia: sabe, uno paga sin lío estos tiquetes de entrada a lugares de estos calibres, porque se asume que la preservación y el mantenimiento tienen costo. Sin embargo, no se deja de pensar en la cantidad casi escandalosa de dinero que representa ese precio para el país en el que estoy. Uno hace una ecuación muy pendeja: que un país pobre es un país barato.

Y eso mi querido amigo, es completamente falso.

Al ser un país que apenas se está abriendo al turismo, heredó viejas costumbres militares que han tardado en desmantelarse. Las penosas restricciones que dividen al extranjero del local vienen instauradas desde arriba y desde atrás. No puedes rentar un auto, menos una motocicleta. De hecho, en Rangón están prohibidas, porque a un general hace unos años se le ocurrió que esto puede fomentar la criminalidad, confirmando que la herencia de los sicarios de Escobar parece haber llegado lejos. A duras penas, en Bagan, toca moverse con una eléctrica cuya autonomía permite apenas conocer la zona arqueológica. 

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Como extranjero, no puedes tomar fácilmente los buses de los locales. Por eso, si quieres ir a Monte Popa, no tienes otra opción que un taxi que excederá los 10 dólares y quedas a merced de los gremios transportadores. Entre tanto, reconozco que el país se está abriendo tanto, que existen guías de internet escritas apenas hace meses que hoy son inservibles. Myanmar es el país que más vuelve mierda un Lonely Planet, ya que no terminan de imprimirlo y ya está desactualizado. Por ejemplo: Mrauk U, un lugar arqueológico cerca a Bangladesh que según internet solamente es posible en barco por el río, pero desde hace unos meses se puede llegar en bus. Cuesta unos 45 dólares, solamente ida. Sí, se está abriendo al turismo, con una atmósfera de estafa en el aire.

El país virginal e inexplorado ya genera un conflicto con el bolsillo. Entonces, las posibilidades se empiezan a ajustar al presupuesto y muchos (no diré “todos”) quedan destinados a hacer la típica ruta Yangon - Bagan - Mandalay - Inle que está tan puteada al turismo como Phuket, Venecia o Cancún. Fuera de ella, el costo se dispara a precios aún más exorbitantes o pueden echarte a la cárcel, así sin más, por visitar territorios prohibidos.  ¿País inexplorado? ¿país virgen? Mis guevas en 1999. Eso sí era virginidad.

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Pagué hostales de más de 10 dólares, sin internet decente, con cortes de luz, sin servicios urbanos, tiendas de conveniencia o supermercados cerca. Dicen que son los mismos precios que uno paga en otros países, que no es tan diferente, que los entienda. Sí chiquito, es muy posible que los precios sean similares a otros países, pero con mejores prestaciones: con atención, con seguridad, con infraestructura digna, con facilidades. Cuando pagas por algo, esperas recibir de acuerdo a ello. Si no, uno se siente estafado.

Compré boletos de bus, caros como sí solos, a precios cercanos a vuelos lowcost en otros países. Acepto y destaco que son buses cama donde uno podría dormir, pero las carreteras están en tan pésimo estado, que terminé experimentando la placentera experiencia de estar acostado en una lavadora en mal estado. El lindo colmo, es que alguien despierta a los dormidos cada vez que el bus se detiene para obligarlos a comer, porque nadie puede estar dentro del bus. Entonces ni duermes, ni descansas.

Uno se siente estafado.

Y es que hasta los tiquetes tienen destinos irreales. Aseguran que van a pasar por usted, pero a veces no aparecen o simplemente, lo dejan a la suerte. Si quiere ir al lago Inle, le van a vender el tiquete a Nyaungshwe, que sería la puerta de entrada al lago. Pero el bus no para ahí, sino a 15 kilómetros de distancia en medio de la nada, a las 3:30 am, donde casualmente hay taxis de diez dólares esperándote.

Uno se siente estafado.

Solamente por continuar esta cadena de eventos desafortunados, enfatizando en esa noche, - una de las diecisiete que pasé en ese país - , hay un retén donde cobran a sus anchas 12 USD de impuesto para entrar al área del lago; sí, a un lago, algo que viene por default con el país. Es como si de repente no hubiera pagado un impuesto llamado visa. Eso señores, se llama estafa; eso señores, es corrupción, en Myanmar o en Islandia. 

Particularmente este lugar fue el que más desilusión me causó. Puedo asegurar que Inle, es la mayor trampa de turistas del sudeste asiático desde los ladyboys de Tailandia. Un lago con pescadores que reman equilibradamente con un pie mientras se sostienen con el otro. Aparece uno, haciendo el malabar, posando para una linda foto que todos tienen en Instagram. No, no tiene peces en la red, pero qué importa: tengo la foto.

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La única forma de recorrer Inle es en una canoa que no tiene reparo en cobrar 18 dólares para pasearte por villas donde hay tiendas y “mercados flotantes” que venden artesanías Made in China.Le dije a mi capitáncillo sonriente durante el “trato”, que por quince billetes gringos, evitara llevarme a los mercados y mejor me llevara a pueblos en el lago por las mismas seis horas de recorrido. Me devolvió dos horas antes. Obviamente, ni por el putas le pensaba pagar lo acordado. Emputado y todo, aceptó los 10 dólares que le sostuve en la mano durante varios minutos, mirándolo con cara de “esto o nada.”

Existe esta generación de adultos que aceptarán a regañadientes el que uno se le ponga en la raya. Es una generación que a pesar del deseo de engañar, aún tiene miedo de los férreos castigos que impone (o imponía) el gobierno militar. Sí lo roban en un bar o en un bus, es el dueño del bar o del chofer del bus quien lleva del bulto. La gente sabe que eso le representa torturas, que no hay protocolo y sin chiste, terminará la comisaría sin hacer preguntas. Pero están los niños, a los no se les puede aplicar la ley. Ellos son la generación que está viendo el mundo acercándose como una locomotora a velocidad, los que alucinan al ver un smartphone y se pelean por tener colecciones de billetes de todas partes del mundo, porque quieren cambiarlos a dólares algún día. No importa que uno diga que un billete de 1000 pesos colombianos no es ni mierda: igual creen que estoy mintiendo. Que todo afuera de Myanmar es riqueza y que los kyats no valen nada.

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En Yangón tuve dos desencuentros: uno, en Shwedagon, el principal atractivo turístico de la ciudad. Los niños saben que a la pagoda hay que entrar descalzo como todo templo budista, ya que los pies son la parte más impura del cuerpo. Por eso, desde la entrada norte, llegan con bolsas transparentes en una competencia por ver quién logra poner los zapatos primero y forzarlo a comprar dicha bolsa a como de lugar, así recurran a la fuerza o al contacto físico. Llámeme como quiera, pero se las tiraba al piso. Cuando me senté en un escalón a descalzarme, llegó uno a quitarme los zapatos mientras me vendía a como diera su bolsa. “Tengo la mía”, mientras le mostraba una negra.

— “No, color, color”, respondía, señalando que “tenía” que ser una bolsa blanca.

Yo no sabía que el budismo también tenia política de reciclaje de impurezas. Llegó a ser tan extenuante la insistencia, que me levanté y no entré y el niño, que no pasaba de unos 10 años, se quedó mirando con rabia en los ojos, rabia pura, rabia en uno de los “países más amables del mundo”. Esa noche, me robaron el celular. Un niño entró al apartamento donde hacía Couchsurfing, y mientras dormía, desconectó mi celular y se lo llevó.

¿Por qué? Eso lo vine a entender después.

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Si bien existen aquellos que no tienen reparo en entablar conversaciones, existen otros que solamente viven pendientes del dinero del turista. El blanco fácil. Fue justamente en Bagan, en el techo de uno de sus destartalados templos afectados por el terremoto, que un vendedor de pinturas en perfecto inglés, empezó a venderme sus pinturas, copia de copia del mismo estilo que todos venden. Souvenirs de copiar y pegar.

“No”, le dije. Insistió en que se las estaba dando a buen precio.

“Compra, están a 3000 kyats. Somos un país pobre.”

— “No tengo dinero ahora”, respondí.

“Mira, tienes dinero, tienes una cámara grande.”

Creo que fue uno de esos momentos donde se me salió el hijueputa que llevo dentro. Le expliqué con fervor que tener una cámara no significaba ser rico, sino que había trabajado duro para obtenerla. También le recordé que estar en su país no era un indicador de mi prosperidad, sino el resultado de un esfuerzo constante. Sentía su mirada escrutadora sobre mí, pero le aseguré que venía de un lugar donde la pobreza y los problemas eran familiares. Le pedí amablemente que dejara de asumir que todos éramos simplemente billeteras ambulantes y que comenzara a mostrarse más respetuoso hacia los demás.

El tipo, casi asustado solo pudo decir “lo siento”.

Me acordé del robo. Esa frase de “somos un país pobre” me sonó a justificación, pensé o asumí, que ese era el móvil que aquel robo. Un intento miserable de causar pesar, como si todos los turistas fueran idiotas y nos diéramos cuenta que el país tiene problemas.

"Somos pobres y eso justifica que podamos estafarte porque no tienes más opción. Porque igual te vas a comprar otro. Porque igual te vas a ir y no vas a volver”. Una acuarela.

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Me fui de Myanmar con una extraña sensación de haber pagado demasiado. Si bien, es un país hermoso, con personas que sorprenden por su calidez y paisajes que quitan el aliento, está descontrolado con el flujo desbordado de turismo que jamás previó desde el fin del régimen militar. Es como si le dieras un millón de dólares a una quinceañera que obviamente, no sabrá que hacer con tanta plata y cometerá errores. He aprendido que un turista bien tratado, de hecho, paga más. Se queda más.

Recomienda.

Vuelve.

Lo siento Myanmar, pero yo sí no quiero volver en un largo rato.