Nicosia, la última capital dividida del mundo.


Imagina crecer en una ciudad dividida por un muro donde escuchas a tus vecinos jugar a metros de distancia y jamás conocerlos. Una ciudad con dos universos paralelos. Sucede ahora mismo y no viajaremos tan lejos: es una capital europea.



Nicosia, República de Chipre.

En lo alto de un edificio hay un mirador que aglutina turistas morbosos por ver una montaña que a lo lejos dibuja una bandera de un extraño país. A nuestros pies transcurre la vida de una de tantas ya típicas calles de un país europeo.

Su casco antiguo no es muy diferente a cualquier otro: callecitas, bicicletas y locales con terrazas de café caliente. Pero algo aquí no es normal. Al fondo de sus calles, esas mismas banderas extrañas se asoman sobre un edificio que al ser detallado, revelan impactos de bala.

Calles que al acercarse, están cortadas por barriles de concreto y esa vegetación que desde el mirador parecía un parque, no es más que la cicatriz de una tierra de nadie. Vamos a recorrer Nicosia, la última capital dividida del mundo.




No se si sepan, pero crecí en una frontera: a pocos metros de mi casa en Cúcuta (Colombia) podía divisar otro país. Esa atracción seductora hacia los bordes es lo que me ha traído aquí: quería llegar punto a punto a cada lugar donde esta ciudad se detiene a propósito.

Chipre ha sido una isla de encuentros. Poblada por griegos y después por otomanos desde 1570, terminó siendo cedida como colonia británica en 1914 luego de un breve arriendo. La isla continuó siendo habitada por griegos y turcos durante el siglo XX. Durante los años cincuenta, conflictos entre los turcochipriotas y griegochipriotas alimentado por el nacionalismo griego, hizo que se creara un insuficiente alambre de púas como una solución temporal a la violencia barrial. Entre los alambres los vecinos se podían ver.

Pero luego de enfrentamientos que habían dejado un centenar de muertos en un territorio bajo control británico, en diciembre de 1963, un oficial del ejército trazó con un lápiz una línea verde en el mapa de Nicosia. Ese trazo lo tengo en mis manos: se llama la Línea Verde.

Ese lápiz le cambió la vida a la ciudad: lo que antes eran calles populosas, hoy son sitios donde edificios y vehículos abandonados terminan oxidándose y soldados armados con rifles se pasean vigilando que nadie pase.





Movido por la curiosidad, me metí en un callejón contiguo a Agios Kassianos, descubriendo el único pedazo donde puedo ver la Nicosia congelada de los sesenta. Entre matorrales, está la tumba de un grecochipriota asesinado por los turcos al lado de un búnker abandonado. De este lado grecochipriota pareciera que no existe temor en esconder el muro: los edificios sin pudor muestran sus heridas, el arte urbano prolifera y hasta jugar fútbol es posible, eso sí, rogando que un balonazo mal dado no vaya a parar en la casa de un vecino desconocido.

Entonces a las 4:37 pm, la mezquita de Selim hace el llamado al rezo. El sonido del imán desde el otro lado de la ciudad, desconoce de alambres de púas y barriles de concreto. Los griegos saben así que sus vecinos existen. Para mi es un llamado a otra cosa: cruzar.







Nicosia, República Turca de Chipre del Norte.

En lo alto de un minarete el imán empieza a bajar las escaleras luego de llamar a la oración. Esa extraña bandera me recibe en este universo paralelo, donde transcurre la vida en una típica calle de Turquía.

Desactivo los datos porque el roaming inmediatamente me dice que estoy en Turquía. Pero no, he cruzado a la República Turca de Chipre del Norte, un país de limitado reconocimiento mundial. Sigo en Nicosia, pero en la Unión Europea no estoy más. Dispuesto a mi curiosidad, empiezo a perseguir el muro. Un símbolo de un soldado confrontado en un aviso rojo indica dónde acaba la ciudad y empieza lo prohibido. A centímetros, sus habitantes ya se han acostumbrado desde décadas a vivir al lado de este tatuaje urbano.

¿Cómo pasamos de ese trazo de un lápiz a este muro infame? Tras once años de peleas, llega el fatal 1974. Turquía responde al intento de golpe de Estado en Chipre (financiado por Grecia), con una invasión militar de la isla para proteger a los turcochipriotas.

La invasión corrió por el territorio norte de la isla y esa línea de lápiz verde pronto se volvió tan larga que abarcó lado y lado de la isla. Se despejó una franja de terreno, dejando casas abandonadas en medio. Había nacido una nueva frontera. Una capital se había roto.

Los griegos fueron expulsados al sur y los turcos, al norte. Los vecinos dejaron de verse: sus mismas casas baleadas que desafortunadamente quedaron en la Linea Verde se volvieron muralla. Los niños empezaron a crecer al lado de los muros, preguntándose qué pasaba atrás.




Y la vida simplemente continuó. Unos escuchaban campanadas; los otros, llamados de oración. Las calles de Nicosia continuaron sirviendo té y las de la otra Nicosia, café. Los vecinos colgaban ropa al lado de casas vacías, imaginándose que estará pasando en la vida al otro lado.

En 2003 se logró que las autoridades turcochipriotas del norte relajaran las restricciones y ambas comunidades pudieron atravesar el muro por primera vez en 30 años. Parecía que había una reconciliación, pero en el referendum para ello no fue aprobado por los griegochipriotas.

Ahora esa iglesia asomada desde el lado turco es la que llama a misa, mientras cruzo la frontera y entro de nuevo al universo paralelo de una ciudad propia y ajena. Una ciudad donde los vecinos se mantienen atrincherados a la espera de aquel utópico día.

Entre tanto, los soldados siguen divagando entre los alambres de púas vigilando la materialización de la espera. Doy media vuelta y me alejo, pensando si es posible que en unos años pueda decir que fui uno de esos que cruzó el muro de la última capital dividida del mundo.