Los cadáveres del cielo

En medio de Bangkok hay un poema encerrado por la ciudad. Unos cadáveres de cielo que se pudren en silencio. Terminé allí un día de Navidad. Un día “feliz” de Navidad.

Esta no es una historia con gran trama, ni con giros inesperados. Es más bien un recorrido por un tipo de viaje que todos, en algún momento, hemos hecho. Bangkok, capital de Tailandia, es la primera parada para miles de personas que llegan con una mochila al hombro, listos para lanzarse al Sudeste Asiático. Yo también llegué así hace unos años, con la mochila en la espalda y las ganas de explorar lo que había visto tantas veces en revistas o en esos fascículos que nadie termina. Caminé la ciudad hasta que los pies me dijeron basta, taché de mi lista todos esos lugares que supuestamente hay que ver, los que merecen su postal en Instagram, los que otros habían nombrado antes como obligatorios, como si uno no pudiera decidir por sí mismo qué lugar vale la pena.

Pero volví. Años después. En diciembre. En Navidad. Esta vez no traía una lista. Esta vez traía curiosidad. Había escuchado de un cementerio de aviones en Bangkapi, no muy lejos de Ramkhamhaeng Road, y lo ubiqué en el mapa con la sorpresa de ver que quedaba a casi 25 kilómetros de cualquiera de los dos aeropuertos de la ciudad. No tenía sentido. No era como el de Uyuni, que al menos está cerca de una estación de tren. Este no parecía estar en ninguna parte lógica. Pero ahí estaba, al final de dos horas de viaje por la ciudad, apareciendo entre los árboles con sus fuselajes abiertos, con secciones de avión convertidas en casas improvisadas, con ropa colgada al viento y una moto vieja apoyada contra un ala oxidada.

En el terreno hay dos MD-82 destruidos que, al parecer, fueron abandonados en 2014, y un Boeing 747 que llegó un año después. Antes, ese espacio fue una cervecería. Luego cerró, y según dicen, una coleccionista excéntrica llamada Mariam Rodthong los compró y los llevó hasta ahí. Contrató a una familia para que los cuidara, y con el tiempo, llegaron más. Hoy son tres familias las que viven entre esos fierros muertos. Todo eso lo leí en un periódico tailandés que traduje con Google, porque si algo no me gusta es quedarme con la duda cuando ya tengo la pista.

¿Cuántas veces se puede ver un 747 partido y abandonado en medio de una ciudad? Yo no perdí el tiempo. Entré por la barriga del avión, por la zona de maletas, y empecé a subir entre escotillas hacia los compartimientos de pasajeros. Cada rincón era una posibilidad, cada espacio tenía algo que contar. La cabina superior era la menos dañada, tal vez por estar más alta, y aún conservaba los maleteros, los rieles de los asientos, las salidas de emergencia y hasta las máscaras de oxígeno colgando, como si todavía estuvieran listas para una emergencia que nunca llegó. Era como tener un juguete gigante para mí solo. Y al final, era Navidad.

Pero esta vez era mi Navidad. Con los años empecé a explorar lugares abandonados además de los patrimoniales. Y lo he dicho más de una vez: para mí, un edificio abandonado ya es patrimonio, aunque nadie lo haya declarado como tal. Son espacios que no salen en las postales, que no te dan miles de likes, que no tienen la obligación de hacerte feliz. Y eso me gusta. Me gusta porque me obligan a preguntarme por qué estamos tan convencidos de que viajar tiene que ser igual a felicidad. Como si las vacaciones vinieran con una promesa de alegría incluida, como si los lugares tuvieran que curarnos o darnos algo. Como si no pudiéramos simplemente viajar por curiosidad.

Esa idea me la cuestioné mucho desde ese primer viaje por el Sudeste Asiático. Las guías te dicen a dónde ir, qué lugares “no te puedes perder”, cómo deberías vivir el viaje, como si hubiera una sola manera de hacerlo. Nos bombardean con listas, con frases motivacionales, con blogs que dicen que viajar es la solución, que dejarlo todo y ver el mundo es lo que nos falta. Pero no. Lo que uno necesita es otra cosa. Lo que uno necesita es perderse.

Y eso hice. Ese día de Navidad, volví a Bangkok en una lancha, atravesando la ciudad como lo había hecho años atrás. Pero esta vez, todo era distinto. Cuando reviso mis fotos lo noto. Ya no perseguía la postal perfecta. Ya no buscaba impresionar a nadie. Había aprendido que en los viajes también se vale llorar, estar solo, deprimirse, coger, reír, perderse. Sobre todo eso: perderse mejor. Ese día me perdí por completo, entre cadáveres de metal y callejones oscuros, en una Navidad sin árbol ni regalos, pero llena de una curiosidad que me sigue llevando lejos. No fue el día más bello ni el más feliz, pero fue mío.

Y eso me basta.