El equinoccio de primavera del 2012 tenía algo raro. Algo eléctrico en el aire. Muchos decían que ese día empezaba el fin del mundo. No una catástrofe repentina, no una explosión cósmica. Un cambio. Una ruptura. Y, sin quererlo, terminé justo donde todo iba a comenzar.
Chichén Itzá.
Esta historia empieza diez años antes, cuando viajaba por México en mi primer recorrido mochilero con mi mamá. Habíamos llegado a Yucatán, atraídos por la comida y por un viejo amigo que no se cansaba de hablar de Mérida. Una noche, mientras nos reíamos de algo sin importancia, mi amigo me suelta la frase sin aspavientos: mañana es el equinoccio.
Y luego agregó, como si no fuera nada: la policía está en alerta, la gente está un poco alterada.
Tardé unos segundos en hacer la conexión. Chichén Itzá, uno de los centros ceremoniales más importantes del mundo maya, estaba a unos kilómetros. Y según ciertas creencias, allí era donde iba a comenzar el colapso. No supe si reírme o correr.
Todo venía de una interpretación del calendario maya. En 2012, terminaba el decimotercer baktún, un ciclo de más de 5.000 años. Según algunos, eso significaba que se acababa el mundo. O el mundo tal como lo conocíamos.
Al día siguiente, tomé un bus y me fui solo a Chichén Itzá. Madrugué tanto que llegué antes de que la explanada se llenara, antes del caos, antes del ruido. Caminé entre la niebla húmeda y los árboles silenciosos, y al fondo, alzándose entre la tierra y el cielo, apareció la Pirámide de Kukulkán. El corazón de todo.
Ese templo domina el lugar como si siempre hubiera estado allí. Como si hubiera crecido, piedra a piedra, desde la selva misma. Es el hogar de Kukulkán, la serpiente emplumada. Y según la tradición, cada equinoccio baja del cielo, deslizándose por la escalinata, anunciando el cambio de ciclo, el inicio de la nueva cosecha.
Por suerte, haber llegado tan temprano me permitió explorar el lugar con calma. Sin multitudes, sin filas, sin vendedores aún. Me fui directo al Gran Juego de Pelota, al norte de la plaza. Un espacio majestuoso, donde los mayas jugaban usando solo la cadera para hacer pasar una pelota por un aro de piedra suspendido a varios metros de altura. El eco de ese sitio, aún vacío, parecía guardar los sonidos de los siglos.
Mientras tanto, empezaban a llegar los primeros visitantes. Se instalaban artesanos con sus puestos de obsidianas, collares y camisetas del fin del mundo. Algunos ya venían vestidos de blanco. Otros hablaban en susurros de alineaciones y energías. Yo solo buscaba un buen sitio frente a la escalinata. Si el mundo iba a acabarse, quería estar en primera fila.
Seguí caminando. Llegué al cenote sagrado, una abertura en la tierra de donde emergía un agua color turquesa, profunda y quieta. Allí, según la leyenda, se realizaban sacrificios. Durante años se creyó que arrojaban vírgenes. Pero no. No eran vírgenes. Eran niños. Porque el agua de ese color, para los mayas, representaba la creación. Y la creación necesitaba ofrendas.
Volví hacia el Templo de los Guerreros y ahí vi la primera escena que marcó el día. Un grupo de personas reunidas, de blanco, con los ojos cerrados, escuchando a alguien que hablaba sobre profecías, sobre limpiar el alma, sobre cómo prepararse para cuando Kukulkán descendiera. Decían que ese día tocaba vestirse de blanco, abrazar lo que llegaba y esperar.
Lo cierto es que los mayas sabían lo que hacían. Durante casi dos mil años dominaron el arte, la escritura, la astronomía, la arquitectura, los números… y hasta juegos que hoy parecerían imposibles. Chichén Itzá fue fundada alrededor del año 250, y durante siglos fue uno de los polos más importantes de la civilización. Hasta que los conflictos internos, la presión del entorno y un exceso de gasto militar llevaron al colapso. Pero el alma del lugar quedó. Nunca dejó de ser un sitio de peregrinaje, incluso tras ser abandonado.
Exploré el Caracol, el Templo de las Monjas, la Iglesia… nombres que los colonizadores fueron dándoles, incapaces de traducir del todo lo que estos espacios representaban. Los antiguos entendían algo que se nos escapa. Algo que no cabe en palabras.
Y entonces regresé. Me senté frente a la escalinata noreste de la pirámide. Era ahí donde todo iba a ocurrir. Lo sabía. Lo sabíamos todos.
La tarde avanzaba y la multitud se multiplicaba. La explanada ya no era la misma. Me giré y vi un océano de turistas, fotógrafos, creyentes y curiosos. Un policía, de pie cerca de mi mamá, le hablaba con seriedad. Que había que estar atentos, decía. Que cualquier movimiento extraño debía reportarse.
Al parecer, un suizo ya había dado señales de que algo no andaba bien. No preguntamos más.
A eso de las 4:30, comenzó el espectáculo. Bueno, no “comenzó”, porque en realidad ya había empezado hacía horas, casi sin que lo notáramos. Pero ahora se volvía evidente. El sol, al descender, comenzaba a dibujar sombras sobre la escalinata. Sombras que parecían moverse solas. Cada punta de cada escalón se alineaba con el borde de luz. Poco a poco, la serpiente tomaba forma.
No fue un error, como pensaban algunos arqueólogos del siglo XIX. Stephens escribió que la pirámide no estaba bien orientada. Pero no entendía que esa desviación de veinte grados era lo que hacía posible esta danza de luz y piedra.
La gente contenía la respiración. No era una explosión de emoción, era un silencio tenso, una espera paciente. Como si estuviéramos todos dentro de un reloj que mide el tiempo en siglos.
Y de pronto, estaba ahí.
Siete triángulos de sombra descendiendo con exactitud matemática por la escalinata. Justo al final, la cabeza de piedra de la serpiente emplumada. Kukulkán bajando a la Tierra.
Durante diez minutos, todo pareció detenerse. Diez minutos de magia, de historia viva. Diez minutos en los que una civilización milenaria nos decía que aún estaba aquí.
Y cuando se terminó… no pasó nada.
El mundo no se acabó. La explanada se fue vaciando. Algunos se quedaron rezando, cantando, abrazando la energía que decían haber absorbido. Otros simplemente se iban en silencio, como si hubieran presenciado algo sagrado y no supieran muy bien cómo explicarlo.
Yo me quedé sentado un rato más, viendo las sombras desvanecerse. Escuchando la selva volver a sonar. Pensando en esa bajada lenta, paciente, casi imperceptible de Kukulkán.
Quizá el mundo sí se acabó ese día. Pero no de golpe. Tal vez el fin comenzó ahí, en silencio. Y todavía estamos bajando por esa escalinata, paso a paso, sin darnos cuenta.
Tal vez seguimos vivos, pero ya somos otros.