En 1980, mientras recorrían las carreteras del Cauca, un grupo de periodistas notó una montaña rocosa que se alzaba junto al camino. No tardaron en bromear con que Colombia, por fin, tenía su propia pirámide. Lo curioso es que aquella observación, dicha al paso y entre risas, no parecía tan descabellada. Porque sí, lo que vieron tenía la forma de una pirámide: una estructura triangular, sólida, como sacada de otro tiempo.
Hoy, para seguir los pasos de aquella historia, hay que tomar la misma carretera y, tras bordear la famosa Curva del Sancocho, buscar la subida que conduce a la vereda La Pirámide, en el municipio de Inzá, Cauca. Desde allí comienza la verdadera exploración. El viaje arranca en La Plata, donde tomamos un bus —sí, uno de esos donde aún es posible ir montado en el techo— con destino a San Andrés de Pisimbalá, un pequeño pueblo que, aunque es la puerta más cercana a Tierradentro, es más conocido por los viajeros extranjeros que por los propios colombianos. Sus libros de visitas lo confirman: los nombres suenan a alemán, francés, inglés... muy pocos acentos nacionales.
La primera señal de que vamos por buen camino es un viejo letrero, medio roído por el clima, que se asoma tímido junto a una tienda de carretera en la vereda San Francisco. Ahí, entre gaseosas tibias y gallinas sueltas, aparece mencionado como atractivo cultural un nombre que ya resulta familiar: “la pirámide”. Aunque nadie parece muy seguro de cómo llegar exactamente, la mención confirma que existe algo más allá de la anécdota. Lo curioso es que ni en las guías de viaje ni en los folletos turísticos aparece este lugar, lo que hace pensar que tal vez se trate de una exageración, una de esas historias que crecen con los años hasta parecer reales.
Pero basta avanzar un poco más para encontrar, colgando de una bifurcación, un letrero pintado a mano que da la bienvenida a una vereda con un nombre tan directo como prometedor: La Pirámide. Es en ese momento cuando uno empieza a sospechar que aquello que vieron los periodistas en 1980 podría no haber sido una ilusión. El camino que sigue es un sendero empinado, rodeado de flores, con gallinas cruzando como si nada y tres o cuatro perros que escoltan al visitante sin pedir permiso. Esta antesala rural lleva hasta el sitio arqueológico, donde, como en tantos rincones del país, la encargada del lugar es también la vendedora de minutos de celular en la cima de la montaña.
Doña María, una mujer joven de voz firme y manos curtidas por el trabajo del campo, es quien recibe a los visitantes. Su rol es sencillo pero fundamental: abre la puerta de la pirámide, cobra la entrada y da algunas indicaciones sobre cómo recorrer el lugar. Desde el mismo ingreso, basta girar la mirada hacia la derecha para encontrarse con ella: una formación rocosa que parece compuesta por bloques de piedra rectangulares, escalonados, que se elevan hasta formar una especie de cumbre de unos siete metros de altura. No hay duda: es una pirámide. Puede que no tenga la perfección milimétrica de las egipcias, pero la estructura, la disposición, la forma… todo grita “pirámide” en voz baja.
Y desde esa altura, entre el viento y el polvo que se levanta del camino, se alcanza a ver El Alto del Aguacate, una de las necrópolis de Tierradentro. Esa conexión visual no parece casual: es justamente la orientación del sitio, su alineación con otros puntos sagrados del territorio, lo que le da a la Pirámide de Inzá un valor que va más allá de lo geológico.
Ahí arriba, donde uno empieza a entender que esto no es solo una formación caprichosa, las cosas comienzan a ponerse verdaderamente interesantes. Para empezar, la estructura no es solo alta y escalonada; algunos de sus bloques presentan ángulos rectos casi perfectos, como si alguien los hubiera esculpido con intención. Luego están las marcas: perforaciones circulares sin propósito evidente, que podrían haber tenido una función ritual o simbólica. Y claro, está la altura, que impone respeto. Basta un mal paso para entender que esto no es un parque temático. Uno puede irse para abajo, literalmente.
Las montañas que rodean el lugar parecen sugerir que el escalonamiento podría tener un origen natural. Las vetas en las rocas replican, en cierta forma, los niveles de la pirámide. Pero hay detalles que no encajan del todo: algunas secciones presentan escalones con ángulos que desafían la lógica de la erosión. Es ahí donde la sospecha de intervención humana gana fuerza. A eso se suma la orientación del sitio, alineado de manera precisa con el hipogeo de El Aguacate, donde las tumbas se distribuyen en fila, siguiendo una lógica que difícilmente sería azarosa.
Y justo cuando uno cree haberlo visto todo, aparece lo inesperado: un sendero que bordea la montaña por su lado norte conduce a dos túneles de once metros de altura. Ambos, otra vez, apuntan hacia Tierradentro. El primero está excavado con una precisión que sorprende, mientras que el segundo parece más tosco, como si se hubiera abandonado antes de terminarse. Según algunos documentos del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), para crear estas galerías fue necesario remover cerca de 2.000 toneladas de roca. Nadie sabe con certeza por qué se hizo, pero se intuye que la pirámide fue, en su época, un centro religioso de gran importancia.
Los túneles, de entre 70 y 80 metros de longitud, se transforman en laberintos que terminan en la nada. No llevan a cámaras funerarias ni a templos ocultos: simplemente se disuelven en la montaña como si hubieran quedado a medio hacer. Y ese es el misterio. Todo en ellos es evidentemente obra humana, pero nadie sabe con qué propósito se cavaron o qué motivo llevó a sus creadores a abandonar la tarea.
Lo que sí es seguro es que recorrerlos es lo más cercano a sentirse como Indiana Jones, solo que sin látigo, sin antorcha, y con más barro. Al parecer, quienes los construyeron —de quienes tampoco sabemos el nombre, el idioma o las creencias— dejaron la montaña tras una guerra, una epidemia o quién sabe qué catástrofe. El caso es que la galería principal desciende por una serie de escaleras que se interrumpen abruptamente, como si la montaña se hubiera tragado el proyecto.
Es un esfuerzo inconcluso. Una maravilla sin terminar.
En los años siguientes, hubo quienes intentaron comprender qué había pasado aquí. Algunas tallas fueron resaltadas —o quizás exageradas— por los pobladores de la vereda, tal vez en un intento por hacerlas más visibles o comprensibles. También apareció una cruz tallada en una de las galerías, una forma de cristianizar lo que no se entiende, como ha ocurrido tantas veces en la historia.
Lo más desconcertante, sin embargo, no es la pirámide misma, ni sus túneles inacabados, ni el misterio de su orientación. Lo verdaderamente extraño es el olvido. En los tabloides turísticos del país rara vez se menciona. Y en la literatura académica, su presencia es escasa y fragmentaria. Las fuentes del ICANH que hablan de la remoción de roca existen, sí, pero en libros de difícil acceso. En su página web, por ejemplo, no hay una sola mención.
Es un falso histórico.
Años después de la visita de los periodistas, un alemán llamado Georg Nückel —o Nickel, porque ni siquiera el apellido parece estar del todo claro— compró el terreno y se dedicó, pala en mano, a excavar por su cuenta. Con el tiempo, volvió a su tierra natal, donde trabaja en construcción, y dejó a Doña María a cargo del lugar, financiado por las donaciones voluntarias de los visitantes.
Hoy, la pirámide recibe a curiosos, estudiantes, viajeros y algún que otro arqueólogo aficionado. La comunidad de Inzá la protege como se guarda un secreto valioso, ese tipo de joya que uno muestra solo cuando siente confianza.
Un secreto apenas abierto desde aquel día en que un grupo de periodistas, con los ojos entrecerrados por el sol del Cauca, creyó ver una pirámide desde la ventana del bus.