En el 2024, París fue la sede de unos Juegos Olímpicos que se sentían distintos, más vivos, más de la ciudad. Así que me lancé, decidí escaparme unos días y empaparme de esa atmósfera única que solo unos JJOO pueden darte.
Desde el momento en que llegué, la ciudad estaba transformada. No era solo un estadio o un parque olímpico; era París entera puesta a jugar. Lo primero que me pegó fue la Torre Eiffel, vestida de gala, como diciendo “aquí empieza la fiesta”. No podía ser de otra manera.
Después, caminé hasta el Grand Palais, ese lugar con una cúpula de cristal y hierro que parece sacado de una novela antigua. Y ahí estaba: esgrima y taekwondo en un espacio que nunca tuvo que ser reinventado, solo adaptado con unas gradas temporales que, al terminar los juegos, simplemente desaparecieron. Una solución elegante, sin dañar la historia del lugar.
Y no te miento, cada noche me paraba en los Jardines de las Tullerías para ver la llama olímpica. No era solo fuego, era historia y poesía en movimiento. Resulta que está inspirada en el primer globo aerostático que voló en esos mismos jardines, allá por los tiempos de los hermanos Montgolfier. Verla reposar antes de su vuelo final sobre el cielo de París fue casi hipnótico.
Por las calles, la vida seguía, con detalles que me atrapaban. Un niño deslizándose en su skateboard justo frente al Centro Pompidou, ese edificio que parece un caos perfectamente planeado, diseñado por Renzo Piano y Richard Rogers. Me encantó ese contraste: modernidad y tradición conviviendo con el espíritu olímpico.
Desde la Torre Eiffel, miraba la Arena Eiffel, una cancha temporal que se montó en los Campos de Marte para el volley playa. Cada partido era un espectáculo, con el sol dándote en la cara y la ciudad vibrando debajo de ti.
Me fascinó cómo cada deporte tenía su propio show, su propio espacio, su propia identidad. No era un evento masivo centralizado, sino un mosaico de pequeñas fiestas repartidas por toda la ciudad.
En el Grand Palais, viví la tensión de la semifinal de taekwondo. Vi a Cheick Sallah Cissé perder su pase a la final frente a Caden Cunningham, y te juro que el silencio y la emoción en el aire se sentían en cada músculo.
Pero París no solo fue escenarios nuevos o adaptados. Les Invalides fue la meta de la maratón, un lugar cargado de historia, y el Pont Alexandre se transformó en piscina natural para las competencias de aguas abiertas. Cada rincón con su magia.
Un día, me topé con el Parque de los Campeones en Trocadero. Allí, los medallistas desfilaban entre la gente, celebrados con música, DJs y vítores. Era un espacio abierto, gratis, donde todos podíamos sentirnos parte de la gloria olímpica.
Y qué te digo de la ceremonia de clausura en el Stade de France, en Saint-Denis. La espera era casi tan emocionante como el show. La gente vibraba, reía, cantaba, y cuando arrancó todo, la energía explotó.
Pero la guinda fue la “Maratón para Todos”. Personas de todas las edades y países corriendo juntos, muchos por primera vez en un evento así, celebrando la pasión más pura del deporte. Algunos me contaron que solo con esa medalla conmemorativa ya sentían que habían ganado.
La ceremonia final, creada por Thomas Jolly y llamada “Records”, fue un viaje emotivo que nos llevó desde los orígenes de los Juegos hacia un futuro lleno de esperanza. Y para cerrar con broche de oro, Phoenix y Air tocaron en vivo, haciendo que el momento se quedara grabado en la piel.